Recuerdo, cuando
pibe, mi afición por refugiarme.
Meterme debajo de
la mesa mientras los “grandes” comían era una diversión que hoy, a la
distancia, me parece zonza.
Construir Chozas
era lo más. Las había improvisadas con sábanas y las había sofisticadas,
incluso, arriba de los árboles.
Entendí, desde
chico no más, el sentirse refugiado no solo era un juego. Era y es, la
sensación de protección más grande que uno pudiese sentir.
Cómo el avestruz,
que mete la cabeza en el hoyo, o el bebé, que se tapa la cara creyendo que
nadie lo ve, la sensación de evadirse de ciertas realidades, en forma lúdica o
frente a un problema, pareciera estar en el instinto, más que humano, animal de
nuestro ser.
Porque refugiarse
es mucho más que estar debajo de un manto, de un techo. Es mucho más que un
lugar.
Refugiarse es
esconderse. Y esconderse es evadir la realidad.
Miro a los niños
y entiendo el abrazo de mamá es su refugio inmediato. Ese lugar cálido que lo
protegerá instantáneamente de su problemática realidad; por más fugaz que esta
sea.
Ya de adulto es
más difícil refugiarse. Digo, es más difícil refugiarse en lugares cómo lo que
cuando niños:
Me cuesta verme debajo
de la mesa del directorio de la compañía en la que trabajo. Pero qué lindo
sería si pudiese hacerlo cuando se hablan temas densos. Jugar con las
hormiguitas del piso, atarle los cordones al presidente, hacerle cosquillitas
al de Recursos humanos y otras mil otras actividades que me refugiarían de un
momento así.
No puedo
imaginarme tapándome debajo de las sábanas cuando discuto con mi mujer. Aunque
sería genial.
Y veo difícil que
los automovilistas, cuando pelean con el peatón u otro conductor, bajen de los
autos y vayan corriendo a trepar árboles para allí refugiarse. Aunque, cuán
sano sería.
Finalmente,
cuando siquiera esas fantasías son posibles en nuestra mente y ante un episodio
de esos que te abofetean… aparece El, que a todos nos refugia, y que luego de un
eterno abrazo le decimos:
Gracias Dios.