viernes, 26 de octubre de 2012

El Refugio



Recuerdo, cuando pibe, mi afición por refugiarme.
Meterme debajo de la mesa mientras los “grandes” comían era una diversión que hoy, a la distancia, me parece zonza.

Construir Chozas era lo más. Las había improvisadas con sábanas y las había sofisticadas, incluso, arriba de los árboles.

Entendí, desde chico no más, el sentirse refugiado no solo era un juego. Era y es, la sensación de protección más grande que uno pudiese sentir.

Cómo el avestruz, que mete la cabeza en el hoyo, o el bebé, que se tapa la cara creyendo que nadie lo ve, la sensación de evadirse de ciertas realidades, en forma lúdica o frente a un problema, pareciera estar en el instinto, más que humano, animal de nuestro ser.

Porque refugiarse es mucho más que estar debajo de un manto, de un techo. Es mucho más que un lugar.
Refugiarse es esconderse. Y esconderse es evadir la realidad.

Miro a los niños y entiendo el abrazo de mamá es su refugio inmediato. Ese lugar cálido que lo protegerá instantáneamente de su problemática realidad; por más fugaz que esta sea.

Ya de adulto es más difícil refugiarse. Digo, es más difícil refugiarse en lugares cómo lo que cuando niños:

Me cuesta verme debajo de la mesa del directorio de la compañía en la que trabajo. Pero qué lindo sería si pudiese hacerlo cuando se hablan temas densos. Jugar con las hormiguitas del piso, atarle los cordones al presidente, hacerle cosquillitas al de Recursos humanos y otras mil otras actividades que me refugiarían de un momento así.

No puedo imaginarme tapándome debajo de las sábanas cuando discuto con mi mujer. Aunque sería genial.

Y veo difícil que los automovilistas, cuando pelean con el peatón u otro conductor, bajen de los autos y vayan corriendo a trepar árboles para allí refugiarse. Aunque, cuán sano sería.

Finalmente, cuando siquiera esas fantasías son posibles en nuestra mente y ante un episodio de esos que te abofetean… aparece El, que a todos nos refugia, y que luego de un eterno abrazo le decimos: 

Gracias Dios.