jueves, 1 de agosto de 2013

Soplar la herida

Soplar la herida

Recordaba cuando me lastimaba, siendo chico, y mi mamá me soplaba la herida.
SOPLAR la herida. Que importante ha sido eso en mi vida.

Su partida, siendo yo apenas adolescente, significó entre tantas otras cosas la partida del amor incondicional.
Muchos años después me atreví a verlo de esa manera.

El amor incondicional, ese amor sin condiciones, me había abandonado. Me creí el cuento de tener que “agradar” o “cumplir” o “no protestar” para que el mundo me ame, me acepte, No me rechace.
Entonces viví con” la careta de la condición” para andar siendo amado por la vida.

Esta condición me pesó. Me cargó la mochila.

Esta condición que yo mismo compré, que nadie me obligó a adquirir, me mostró que había otorgado al “otro” el poder de enjuiciarme. Así, perdí el protagonismo de mi vida rifando mi felicidad al poder del otro quién decidía aprobarme o rechazarme.

Basta. Ya basta. Eso me dije hace un tiempo.

¿Qué me sigue importando la opinión del otro? Claro, coño, si soy un ser social. No soy extremista. Cuando digo BASTA, refiero a la esencia de mí ser. A la raíz del asunto.

Desde mi punto de vista,  La incondicionalidad no es una utopía sino una realidad que puede ser cambiante. Que no es lo mismo.

En nuestro grupos de pertenencia, los amigos, Familia, compañeros de Club, hobbie o arte encontramos normalmente esta hermosa sensación; la que te quieran sin condiciones; La de alguien dispuesto a soplar tu herida y ¡ZAS! Santo Remedio.

Para todo lo demás, existen las tarjetas de crédito.


Walter Rodriguez